Abderramán III
Abd ar-Rahman ibn Muhammad, (en árabe: عبد الرحمن بن محمد), más conocido como Abderramán o Abd al-Rahman III (Córdoba, 7 de enero de 891 – Medina Azahara, 15 de octubre de 961), octavo emir independiente (912-929) y primer califa omeya de Córdoba (929-961), con el sobrenombre de an-Nāṣir li-dīn Allah (الناصر لدين الله), "aquel que hace triunfar la religión de Alá o aquel que hace triunfar la religión de Dios".
El califa Abderramán vivió 70 años y reinó 50. Fundó la ciudad palatina de Medina Azahara, cuya fastuosidad aún es proverbial, y condujo al emirato cordobés de su nadir al esplendor califal. De él dijo su cortesano Ibn Abd al-Rabbihi: «la unión del Estado rehízo, de él arranco los velos de tinieblas. El reino que destrozado estaba reparó, firmes y seguras quedaron sus bases (...) Con su luz amaneció el país. Corrupción y desorden acabaron tras un tiempo en que la hipocresía dominaba, tras imperar rebeldes y contumaces». Bajo su mandato, Córdoba se convirtió en un verdadero faro de la civilización y la cultura, que la monja germana Hroswita llamó Ornamento del Mundo.
Derrotado en la Batalla de Simancas por Ramiro II de León, fue incapaz de reducir a los reinos cristianos del norte de España.
Contenido
Juventud
El futuro emir Abderramán, tercero de su nombre, era nieto de Abd Allah, VII emir independiente de Córdoba, descendiente de los Omeyas que antaño habían regido el Califato de Damasco (661-750). Nació hijo de Muhammad y Muzna o Muzayna, una concubina cristiana que pasó a ser considerada una umm walad o Madre de infante por haber dado a su señor un hijo.
El nieto del emir cordobés recibió el nombre de Abderramán y la kunya de Abul-Mutarrif, los mismos que tuvieron su tatarabuelo Abderramán II y el fundador del dominio omeya en al-Andalus, Abderramán I. El nombre Abd al-Rahman significa "el Siervo del Dios Misericordioso", y Mutarrif quiere decir, entre otras cosas, "el combatiente o héroe que ataca valientemente a los enemigos y los rechaza", en suma "caballero noble", "distinguido" y "campeón". La kunya Abul-Mutarrif, impuesta a un niño que recibía intencionadamente el nombre de Abd al-Rahman, podría entenderse como una esperanza de que fuera un campeón al servicio de Allah y restaurara el poder de la declinante dinastía omeya.
Veinte días después del feliz nacimiento de Abderramán, el infante Muhammad murió asesinado a manos de su propio hermanastro, Al-Mutarrif. Al parecer, el Emir había propuesto a Muhammad como heredero suyo por sus méritos, lo cual irritó sobremanera a Mutarrif, que, al contrario que Muhammad, también era de sangre real por parte de madre. Mutarrif recurrió a toda clase de intrigas para deshacerse de su hermanastro, acusándole de conspirar con el famoso rebelde Omar ibn Hafsún. Consiguió que Muhammad fuera encarcelado, y cuando poco después el emir decidió ponerle en libertad por falta de pruebas, Mutarrif se apresuró a entrar en la prisión y dio una paliza tan brutal a Muhammad que éste murió desangrado. Hay fuentes, no obstante, que responsabilizan de la tragedia al mismo Emir, así como de la muerte del propio Mutarrif en 895. Según éstas, el Emir no deseaba que los más poderosos y capacitados de sus hijos se hartaran de esperar para ocupar el trono y lo asesinaran a él.
En cualquier caso, la primera infancia de Abderramán III debió de transcurrir en el harén de su abuelo el emir Abd Allah conviviendo con su madre y sus tíos menores de edad, con las esposas y concubinas de su abuelo y con un buen número de servidores, esclavas, amas de cría, comadronas y eunucos. Al frente del harén en un momento determinado estaba su tía, llamada al-Sayyida, es decir, la Señora. Era hermana uterina del infante Mutarrif, el asesino de su padre. Se encargó esta infanta de la crianza y educación de éste; lo trató con bastante rigor, y llegó a maltratarlo. En todo caso, Abderramán llevó una juventud silenciosa, entregado a los estudios.
El ascenso al poder
Cuando el viejo emir Abd Allah murió a los 72 años de edad, la sucesión tomó un cariz inédito, puesto que no recayó en ninguno de los hijos del difunto, sino en su nieto Abderramán. Aunque las fuentes presentan el hecho como algo normal, dada la preferencia del difunto emir por el hijo de su primogénito, el asunto debió de ser algo más compleja. Ibn Hazm señala que el nuevo emir fue designado por una asamblea, aunque desgraciadamente omite más detalles; y aunque las fuentes señalasen que sus tíos acudieron gozosos a la proclamación, lo cierto es que pocos años después algunos de ellos conspiraron para derrocarlo. Es muy probable, por tanto, que en la designación de Abderramán como heredero jugaran un papel importante las intrigas palaciegas urdidas en torno al lecho del emir moribundo.
En cualquier caso, Abderramán III sucedió a su abuelo el 16 de octubre de 912 cuando tenía poco más de veintiún años. Heredaba un emirato al borde de la disolución, y su poder no iba mucho más allá de los arrabales de Córdoba. En el norte, el reino asturleonés continuaba la Reconquista, dominando ya la frontera del Duero con el concurso de los mozárabes que habían huido del cruel dominio andalusí. En el sur, en Ifriqiya, los fatimíes habían proclamado un califato independiente, susceptible de atraer la lealtad de los muchos musulmanes justificadamente molestos con el yugo omeya. En el interior, por último, los muladíes descontentos continuaban siendo un peligro incesante para el emir cordobés, por más que alguno de los focos de rebeldía, se hubieran ido debilitando. El más destacado de los rebeldes era Omar ibn Hafsún, quien desde su inexpugnable fortaleza de Bobastro, en la serranía de Ronda, controlaba gran parte de Andalucía oriental.
Desde el primer momento, Abderramán mostró la firme decisión y una constante tenacidad para acabar con los rebeldes de al-Andalus, consolidar el poder central y restablecer el orden interno del emirato. Para ello, una de las medidas que tomó fue introducir en la corte cordobesa a los saqalibah o eslavos, esclavos de origen europeo, con la intención de introducir un tercer grupo étnico y neutralizar así las continuas disputas que enfrentaban a sus súbditos de origen árabe con los de origen bereber.
Política interior
Durante los primeros veinte años de su reinado, Abderramán III emprendió victoriosas aceifas contra Omar ibn Hafsún y sus hijos y aliados en Andalucía, y contra los señores levantiscos de Extremadura, Levante y Toledo. Años después, en la tercera década del siglo, someterá al señor de Zaragoza. Su primer objetivo fue romper la coalición antiomeya formada por los grupos árabes de Sevilla y Elvira y por los muladíes, beréberes y cristianos. Contó con el apoyo eficaz de su hayib, el eunuco Badr, que se había criado en al Alcázar cordobés y que, como un nuevo Moisés salvado de las aguas, fue encontrado recién nacido cerca del mismo, en el Guadalquivir. En cada circunstancia Abderramán, de acuerdo con sus colaboradores, tanteó la situación, negociando, pactando y ofreciendo privilegios, prebendas y cargos políticos y militares; pero también recurrió a la astucia, al engaño, a la amenaza y a la crueldad más extremada para recuperar el poderío pretérito de la dinastía y proseguir sin descanso su misión pacificadora.
Primeras campañas
La primera etapa de esta política fue la conquista de Écija, a cincuenta kilómetros de la capital. El 1 de enero de 913 el hayib Badr entró en ella. Derribó las murallas de la ciudad y todas las fortificaciones, excepto el alcázar, que reservó para residencia de los gobernadores y guarnición del ejército emiral. Concedió el amán a sus habitantes, perdonándoles sus faltas y crímenes, mostrándose generoso con ellos e integrando a sus caballeros y defensores en el ejército real con buenas soldadas y extraordinarias concesiones a sus familiares e hijos.
En la primavera de ese mismo año y tras sesenta y cinco días de minuciosos preparativos, Abderramán III dirigió personalmente la primera aceifa por tierras de Andalucía. Esta campaña es denominada de Monteleón en todas las crónicas, porque el primer objetivo de ella fue un castillo de este nombre y que debía de estar cerca de Mancha Real, en la provincia de Jaén. En esta importante expedición las tropas omeyas recorrieron las coras de Jaén y Elvira e incluso desde Martos tuvo que enviar un destacamento de caballería para liberar Málaga del asedio de Omar ibn Hafsún, el mayor enemigo de la dinastía. En Fiñana (Almería), tras incendiar su arrabal, Abderramán III consigue que sus defensores capitulen ventajosamente con la condición de entregar a los aliados del rebelde de Bobastro. Poco después, el ejército omeya se dirige al castillo de Juviles, en las Alpujarras de Granada, y después de arrasar sus campos sembrados de trigo y cebada, talar sus árboles y destruir todos sus recursos sitia el castillo, que se defiende muy bien, porque queda fuera del radio de tiro de las catapultas. Entonces el emir de Córdoba hizo construir una plataforma donde instaló un gran almajaneque que bombardeaba sin cesar con sus proyectiles de piedra la fortaleza, además de cortarle el agua. Al cabo de quince días los muladíes consiguen salvar sus vidas a cambio de entregar a los jefes cristianos y aliados de Omar Ibn Hafsún, unos 55, que fueron decapitados. En esta campaña, que duró noventa y dos días y en la que conquistó o destruyó setenta castillos y más de doscientas torres fortificadas, Abderramán obligó a los rebeldes sometidos a enviar a sus mujeres, hijos y bienes muebles a la capital del emirato, para garantizar así su obediencia y sumisión.
También en este primer año de su reinado aprovechó Abderramán III las rivalidades internas existentes entre los Banu Hayyay, señores árabes de Sevilla y Carmona, para someterlos. El emir envió en primer lugar al caíd y visir Ahmad ibn Muhammad ibn Hudayr, que había sido nombrado por Badr gobernador militar de Écija, al frente de un destacamento de tropas especiales (hasam), para tratar de atraerse a los sevillanos sin iniciar las hostilidades. Fracasó en sus intentos, pero obtuvo la inesperada y valiosa colaboración, por supuesto interesada, de Muhammad ibn Ibrahim ibn Hayyay, señor de Carmona y primo de Ahmad ibn Maslama, señor de Sevilla. Cuando la ciudad hispalense fue cercada por las tropas omeyas, Ibn Maslama recurrió a Omar ibn Hafsún, quien acudió presurosamente, pero fue derrotado por los sitiadores, retirándose a Bobastro.
Ahmad ibn Maslama fracasó en las negociaciones que entabló con las autoridades omeyas, pero simuló lo contrario, mostrando a sus seguidores más notables un supuesto documento del emir Abderramán III. En diciembre de 913 de nuevo negoció con el hayib Badr a través de Omar ibn Abd al-Aziz ibn al-Qutiyya, descendiente de Sara la Goda, nieta del rey Witiza, y padre del célebre historiador Ibn al-Qutiyya. El embajador recurrió a una estratagema que entusiasmó al emir y convenció a medias a Badr: "cuando Ahmad ibn Maslama salga de la ciudad de Sevilla para recibir al co-gobernador o delegado omeya, serán cerradas las puertas de la ciudad dejándole fuera de la misma con su séquito, mientras que los adictos quedarán dentro".
El caso es que, finalmente, el señor de Sevilla tuvo que capitular y Badr, en nombre del emir, concedió el amán a unos mil caballeros del jund o ejército de Sevilla y que se habían manifestado hostiles a la dinastía omeya, dándoles a cada uno el rango y soldada que les correspondía en el ejéricto del emir. Nombró gobernador de la ciudad hispalense a Said ibn al-Mundir al-Qurays, miembro de la familia real, que convenció al hayib de que derribase las murallas de la ciudad. Abderramán nombró a un nieto de Ahmad ibn Maslama jefe de la Policía Superior y poco después concedió el rango de visir al señor de Carmona, aunque ejerció el cargo un solo día, pues el emir se lo llevó consigo en una expedición y después, al comprobar su deslealtad y connivencia con el gobernador rebelde de Carmona, lo metió en la cárcel, donde murió.
La resistencia de Omar ibn Hafsun y sus hijos:
Abderramán III fijó entonces su objetivo en derrotar a Omar ibn Hafsún. La segunda aceifa omeya contra ibn Hafsún salió de Córdoba el 7 de mayo de 914 y unos días después acampa ante los muros de Balda. Allí la caballería se dedicó a talar sus árboles y a devastar el territorio próximo, mientras el resto de las fuerzas se dirige a Turrus, castillo situado en el actual municipio de Algarinejo, Granada, que es sitiado por espacio cinco días mientras se devastan sus alrededores.
Después el ejército emiral se trasladó a Bobastro, aunque el cronista no lo cita por su nombre y desde allí el emir envió a la caballería contra el castillo de Sant Batir (Santopitar), cuyos defensores lo abandonaron en manos de los soldados omeyas, que consiguieron un cuantioso botín. A continuación atacaron el castillo de Olías y desde esta fortaleza lanzó Abderramán su caballería contra el castillo de Reina o Rayyina. Tras violentos combates es conquistado el castillo rebelde, que amenazaba a la ciudad de Málaga. La siguiente etapa es la capital de la provincia, donde el emir acampa unos días para resolver los asuntos de la ciudad. Abderramán emprende el regreso por la costa pasando por Montemayor, cerca de Benahavís, Suhayl o Fuengirola y otro castillo llamado Turrus o Turrus Jusayn y que Lévi-Provençal identifica con Ojén, para llegar finalmente a Algeciras el jueves 1 de junio de 914. Por la costa patrullaban barcos de Omar ibn Hafsún, que se abastecían habitualmente en el norte de África, pero fueron capturados e incendiados delante del emir. Ante la presencia del imponente ejército cordobés los castillos rebeldes, próximos a Algeciras, se someten a su poder.
Tras diversas campañas el emir consiguió cercar y aislar a ibn Hafsún en Bobastro donde fallecería en 917, aunque no lograría la redición del enclave hasta 928 cuando los hijos del jefe rebelde depusieron las armas.
Los rebeldes de Levante y el Algarve
Las continuadas expediciones dirigidas contra Omar ibn Hafsún, sus hijos y sus aliados no hacían olvidar al emir Abderramán III la situación de otras comarcas de al-Andalus que le reconocían nominalmente o estaban en abierta rebeldía. En la mayoría de los casos el gobernador leal de una ciudad se mantenía en precarias condiciones como el de Évora, pues no pudo impedir el ataque del rey de Galicia y futuro rey de León, Ordoño, que en el verano de 913 y ocupó la ciudad, acabó con su guarnición y se llevó 4.000 prisioneros y un cuantioso botín.
En otros casos, tanto al este como al oeste los jefes locales no reconocían en absoluto la autoridad del nuevo emir de Córdoba. El señor de Badajoz, Abd Allah ibn Muhammad, nieto de Abd al-Rahman ibn Marwan al-Yilliqi, ante una posible incursión del rey leonés, fortificó su ciudad y rehízo la muralla, que era de adobe y tapial, construyendo un muro encofrado con una sola hilera de sillares de diez palmos de anchura y que fue rematado el mismo año. Pero Abd Allah al-Yilliqi actuaba con completa independencia de Córdoba e incluso para que Évora no cayera en poder de grupos beréberes de la región, ordenó destruir sus torres defensivas y abatió lo que quedaba de sus murallas hasta que un año después decidió reconstruirla para entregársela a su aliado Masud ibn Sa'dun al-Surunbaqi. El Algarve estaba dominado completamente por una coalición muladí dirigida por Sa'id ibn Malik, que había expulsado a los árabes de Beja, y los señores de Ocsónoba, Yahya ibn Bakr y de Niebla, Ibn Ufayr.
La segunda campaña de Ordoño II por esta zona tuvo como objetivo la ciudad de Mérida en el verano de 915. Tampoco encontró la reacción del emir de Córdoba y solamente los jefes locales beréberes ofrecieron una resistencia inútil.
El Califato
Después de someter a la mayoría de los rebeldes, el viernes 16 de enero de 929 Abderramán III, a semejanza de sus antepasados, se proclamó Khalifa rasul-Allah (sucesor del enviado de Dios) y Amir al-Muminin (emir de los creyentes), presumiendo de tener derechos más legítimos que el califa fatimí de Qayrawan y que el califa abbasí de Bagdad para asumir dicho título, como descendiente de los omeyas de Damasco. Dos meses y medio antes, como paso previo, el 1 de noviembre de 928, Abderramán había fundado la Ceca para la emisión de dinares de oro y dirhemes de plata, una prerrogativa más de la autoridad suprema.
Como califa, Abderramán III sería el jefe espiritual y temporal de todos los musulmanes de al-Andalus y las provincias africanas, así como protector de las comunidades cristiana y judía. Por todo ello, debía velar por la unidad religiosa combatiendo con rigor todo lo que significara cualquier oposición a la ortodoxia oficial, dar las órdenes oportunas para erradicar las corrientes heterodoxas y perseguir las actividades de los discípulos de Ibn Masarra, por entonces muy imporantes. Como imán de la comunidad musulmana su nombre debía ser citado en la jutba o sermón del viernes en señal de reconocimiento de su soberanías, e incluido en las monedas acuñadas en la ceca real. También sería jefe de los ejércitos, y de hecho participará en numerosas campañas militares, al menos hasta el desastre de Simancas.
Los ornamentos de su nueva soberanía eran el sello real, el cetro o jayzuran y el trono o sarir. Su sello real, como el de sus antecesores Abderramán I y Abderramán II, tenía la siguiente inscripción o lema: Abderramán está satisfecho con la decisión de Dios, pero su sello anular rezaba, se entiende que tras su proclamación como califa: Por la gracia de Dios alcanza la victoria Abderramán al-Nasir.
Ya como califa, en 930 recuperó el control sobre la ciudad y el territorio de Badajoz y aplastó la rebelión de la ciudad de Toledo, que se rindió el 2 de agosto de 932 tras un cerco de dos años, y logró que Zaragoza le reconociera a cambio de otorgar a sus gobernantes una amplía autonomía.
Política exterior
La política exterior de Abderramán III tuvo que hacer frente a dos problemas: los reinos cristianos en su frontera norte, y la expansión fatimí en su frontera sur constituida por el Magreb.
Los reinos cristianos
Via su abuela paterna Oneca Fortúnez, Abderramán estaba emparentado desde el nacimiento con la casa real Arista-Iñiga de Navarra, y, a través de ésta, con los reyes de León, lo que justificaría de alguna manera su intervención en los reinos hispánicos.
El caos en que los anteriores emires habían sumido el reino, había posibilitado que leoneses, castellanos, aragoneses, catalanes y navarros debilitaran la frontera norte de Al-Ándalus y, ya bajo el mandato de Abderramán, el rey leonés Ordoño II de León saqueaba Évora en 913 y Mérida en 914. Para recuperar los territorios perdidos, Abderraman envió a su general Ahmad ibn Abi Abda al mando de un enorme ejército a hacer frente al rey leonés sufriendo, en septiembre de 917, una total derrota en San Esteban de Gormaz.
Reconociendo el error que había cometido al minusvalorar el poderío de Ordoño II, Abderraman organiza un poderoso ejército en 920 recuperó los territorios perdidos en la anterior campaña y tras derrotar, el 26 de julio, al rey Sancho Garcés I de Navarra en Valdejunquera, penetra en Navarra remontando el Aragón por la vía clásica de las invasiones del sur. Abderramán sigue hasta Pamplona a donde llega al cabo de cuatro días. La ciudad abandonada sufre el saqueo y la destrucción destacando el derribo de su iglesia catedral.
La muerte de Ordoño II en 924 y las sucesivas crisis que sufrió el Reino de León en materia sucesoria supusieron que las hostilidades prácticamente desaparecieran hasta la subida al trono leonés, en 931, de Ramiro II quien acudió, en 932, en ayuda de la rebelión que contra Abderramán se había iniciado en Toledo, y tras conquistar Madrid infligió a las tropas califales una derrota en Osma.
En 939, Abderramán sufrirá su mayor descalabro a manos de los reinos cristianos cuando sus tropas son derrotadas en la Batalla de Simancas, debido esencialmente a la deserción de la nobleza árabe y donde el propio califa estuvo a punto de peder la vida, circunstancia que le hizo no volver a dirigir en persona ninguna otra batalla. Esta derrota permitiría al bando cristiano mantener la iniciativa en la península hasta la muerte de Ramiro II en 951 y la derrota que sufriría su sucesor Ordoño III de León en 956.
En el 950 recibió en Córdoba a una embajada enviada por Borrell II de Barcelona, por la que el conde barcelonés reconocía la superioridad califal y le pedía paz y amistad.
Entre los años 951 y 961 el Califato intervino activamente en las querellas dinásticas que sufrió la monarquía leonesa durante los reinados de Ordoño III, Sancho I y Ordoño IV. El Califa varió su apoyo entre las distintas partes en litigio según la coyuntura política de cada momento, buscando debilitar al más poderoso de los reinos cristianos de la Península.
El Magreb
El segundo eje de la política exterior de Abderramán III fue frenar la expansión en el norte de África del califato fatimí, presente en la región desde 909 y que pretendía expandirse por Al-Ándalus.
Las medidas adoptadas supusieron la construcción de una flota que convirtió al califato de Córdoba en una potencia marítima con base en Almería y que le permitirían conquistar las ciudades norteafricanas de Melilla (927), Ceuta (931) y Tánger (951), y establecer una especie de protectorado sobre el norte y el centro del Magreb apoyando a los soberanos de la dinastía idrisí, que se mantendría hasta 958 cuando una ofensiva fatimí le hizo perder toda influencia en el Magreb donde sólo mantendría las plazas de Ceuta y Tánger.
Muerte
Murió en Medina Azahara a los 70 años, tras un reinado de cincuenta años, seis meses y dos días. Su cuerpo fue trasladado a la rawda del Alcázar de Córdoba donde fue enterrado.
Logros
Abderramán III no sólo hizo de Córdoba el centro neurálgico de un nuevo imperio musulmán en Occidente, sino que la convirtió en la principal ciudad de Europa Occidental, rivalizando a lo largo de un siglo con Bagdad y Constantinopla, las capitales del Califato Abbasí y el Imperio Romano, respectivamente, en poder, prestigio, esplendor y cultura. Según fuentes árabes, bajo su gobierno, la ciudad alcanzó el millón de habitantes, que disponían de mil seiscientas mezquitas, trescientas mil viviendas, ochenta mil tiendas e innumerables baños públicos.
El califa omeya fue también un gran impulsor de la cultura: dotó a Córdoba con cerca de setenta bibliotecas, fundó una universidad, una escuela de medicina y otra de traductores del griego y del hebreo al árabe. Hizo ampliar la Mezquita de Córdoba, reconstruyendo el alminar, y ordenó construir la extraordinaria ciudad palatina de Madinat al-Zahra, de la que hizo su residencia hasta su muerte.
Esposas e hijos
De sus esposas y concubinas solamente conocemos a las siguientes:
- Fatima al-Qurasiyya, hija de su tío abuelo el emir al-Mundir, la cual, debido a su rango llevaba el título de al-Sayyida al-Kubra, «la Gran Señora».
- Maryam, Maryana o Muryana, una cristiana y madre de Alhakén II.
- Mustaq, que fue la favorita del califa en los últimos años de su vida y le dio el último de sus hijos, al-Mughira.
- La hermana de Nayda ibn Hussein (un mawla que llegó a jefe del ejército), de oficio zurradora de pieles y a la que vio junto a un río, le dio la kunya, para ennoblecerla, de Umm Qurays, «la Madre de Qurays».
La célebre historia de la concubina al-Zahra, que presuntamente habría incitado al califa a fundar la ciudad de Madinat al-Zahra, parece pura leyenda creada muy posteriormente, para explicar la etimología de la ciudad residencial de Abderramán III.
La Crónica Anónima y otras fuentes árabes nos dicen que tuvo once hijos varones y dieciséis hijas. Los varones, por orden de nacimiento eran: su sucesor al-Hakam, al-Mundir, Abd Allah, Ubayd Allah, Abd al-Yabbar, Sulayman, Abd al-Malik, Marwan, al-Asbag, al- Zubayr y al-Mughira. Cinco de ellos le sobrevivieron: el califa Alhakén II, con cuarenta y seis años, y los infantes Abd al-Aziz, al-Mundir, al-Asbag y al-Mughira. Este último tenía entonces unos diez años de edad. Los otros siete hijos murieron prematuramente. Entre sus hijas por lo menos le sobrevivió Hind, que recibió el sobrenombre de Ayuzal-Mulk «La Anciana del Reino», por su extraordinaria longevidad, pues murió cuarenta y nueve años después de la muerte de su padre. Tanto Hind como la infanta Wallada eran hermanas uterinas de Alhakén II. Otras dos hijas recibieron los nombres de Saniya y Salama.
Sucesión
Bajo Abderramán III la cuestión sucesoria quedó rápidamente atada y bien atada: el heredero (walí al-Ahd) fue sin discusión el primogénito del emir, Alhakén II, quien había nacido en 915 (302 H). Alhakén aparece ya a los cuatro años designado como heredero, y quedó en representación de su padre en el Alcázar cordobés cada vez que su padre salía de campaña, hasta que, a los doce años, empezó a acompañarlo en sus expediciones militares.
La designación de Alhakén corno heredero tuvo, sin embargo, penosas consecuencias personales para el joven. Durante cuatro décadas su padre le obligó a vivir cerrado en el Alcázar y le mantuvo alejado del trato con mujeres, lo cual sin duda determinó las inclinaciones homosexuales de Alhakén. Las fuentes vinculan este insólito trato al hecho de que fuera el heredero elegido por su padre para sucederle. Probablemente Abderramán sentía temor ante la posibilidad de que su hijo tuviera trato con mujeres ambiciosas y se formara una camarilla en torno suyo para destronarlo. El cronista palatino al-Razi hace la siguiente referencia la desdichada existencia de Alhakén:
- "...a quien [su padre] no permitió salir del Alcázar ni un día, ni dicha ocasión de tornar mujer de más o menos edad, llevando al colmo una actitud celosa (...) que al-Hakam soportó con prudencia que le impusiera, aunque ello fue una carga que, al prolongarse el reinado de su padre, agotó los mejores días de su vida, privándole de los placeres íntimos de a vida por mor de la herencia interior del califato, que alcanzó en edad tardía y con escasos apetitos..." Ibn Hayyan, Muqtabis V, ed. Zaragoza 1981, pp. 8 y 9
La designación del Alhakén provocó asimismo un intento de hacerse con el poder por parte de Abd Allah, otro de los hijos del califa, que intentó destronar a su padre e impedir la sucesión de Alhakén II. Rápidamente fue detenido y el 2 de junio de 950 fue decapitado en presencia de Abderramán. La misma suerte corrieron los supuestos conspiradores, entre los que se contaba el eminente jurista Ahmad ibn Abd al-Barr. El joven infante era hombre de saber, inteligente, noble de espíritu y piadoso. Según Ibn Hazm había estudiado la doctrina jurídica shafi'i y no la malikí, vigente en al-Andalus, y precisa que fue condenado a muerte porque desaprobaba la mala conducta de su padre y sus acciones despóticas y contrarias a la justicia.
Tras otros doce años de gobierno de Abderramán III, cuando en 961 (350 H) Alhakén fue proclamado Califa, tenía 48 años y carecía de heredero, hecho insólito en los anales de los omeyas.
Fisionomía
El primer califa de Córdoba era, según el Kitab al-Bayan de Ibn Idhari:
"...de piel blanca, ojos azules y rostro atractivo; de buena facha, aunque algo recio y rechoncho. Sus piernas eran cortas hasta el extremo de que el estribo de su silla de montar bajaba apenas un palmo de ésta. Cuando montaba a caballo parecía alto, pero a pie, resultaba bastante bajo. Se teñía la barba de negro".
Todos los cronistas árabes subrayan las cualidades y méritos que adornaban al califa andalusí. Destacan su sagacidad y diplomacia, su firmeza e intrepidez; su liberalidad y generosidad; sus extraordinarios conocimientos en derecho musulmán y en otras ramas del saber que hacían de él un excelente poeta y un elocuente orador. Sus cronistas relatan minuciosamente sus buenas obras en defensa de la ortodoxia islámica y condena de la herejía, como la persecución de los seguidores de Ibn Masarra y su generosidad con los parientes de un loco que quiso matarle.
Pero no menos dignos de mención son sus numerosos defectos. Apasionado por el lujo y la pompa, fue censurado públicamente por el cadí Mundir ibn Said al-Balluti, porque dejó de cumplir sus deberes religiosos en la Mezquita Aljama tres viernes seguidos cuando dirigía con entusiasmo las obras del «Gran Salón del Califato» en Medina Azahara, cuyos muros quiso revestir de oro y plata. También abusaba de la bebida y en una ocasión, estando borracho, exigió con amenazas de muerte a Muhammad ibn Said ibn al-Salim, que se había enriquecido en el ejércicio de cargos públicos, la entrega de un importante donativo para contribuir a los gastos del reino. El atemorizado Ibn al-Salim se turbó tanto que se emborrachó hasta el punto de vomitar junto al Califa, el cual, caritativamente, le sujetó la cabeza y le ayudó a limpiarse. Días después de la fiesta entregó a su señor cien mil dinares en monedas de plata. Al-Nasir aceptó la prueba de sumisión, y siguió proporcionándole altos cargos y beneficios hasta su muerte.
A veces le gustaba divertirse a costa de sus visires azuzando a unos contra otros, rematando entre risas los versos procaces con que un visir que satirizaba a otro con unas voces romances malsonantes sin apartarse del metro ni de la rima del verso clásico árabe.
Cuando tenía un capricho no le importaba pisotear los derechos de sus súbditos: quiso comprar un terreno para una de unas favoritas y le gustó la casa que habían heredado unos niños huérfanos, que como tales estaban bajo la tutoría del cadí Mundir ibn Said. Abderramán ordenó al albacea que se la valorase a la baja. Cuando se enteró el cadí, contestó al califa que la venta de los bienes de los huérfanos sólo era posible por tres motivos: por necesidad, por ruina grave o para obtener un beneficio. Como ninguna de estas tres condiciones se cumplían y conociendo como conocía al Califa, ordenó derribar la casa y obtuvo por el material de derribo más de lo que ofrecía el omeya. Interrogado por éste le respondió con energía: "Tus tasadores no la valoraron sino en tal cantidad y a ti te pareció bien. Se ha obtenido con el material de derribo mucho más y ha quedado además el solar y el baño público, que proporciona muchos beneficios".
Las mismas fuentes árabes se hacen eco de su crueldad, ya que podía ser sanguinario más allá de todo límite. Quiso ver con sus propios ojos la muerte de su hijo sublevado Abd Allah, y lo mandó ejecutar en el salón del trono, en presencia de todos los dignatarios de la corte, para escarmiento general. Según Ibn Hayyan, llegó a hacer colgar a los hijos de unos negros en la noria de su palacio como si fueran arcaduces hasta que murieron ahogados, e hizo cabalgar a la "vieja y desvergonzada bufona Rasis" en su cortejo, con espada y bonete para escarnecer a su gente. Su brutalidad con las mujeres del harén era notoria. Estando borracho un día, a solas con una de sus favoritas de extraordinaria hermosura en los jardines de Medina Azahara, quiso besarla y morderla, pero ella se mostró esquiva e hizo un mal gesto. Entonces el Califa montó en cólera y mandó llamar a los eunucos para que la sujetaran y quemaran la cara, de modo que perdiera su belleza. Su verdugo Abu Imran, que no se separaba de su amo, fue requerido por Abderramán III cuando pasaba la velada bebiendo con una esclava en el Palacio de la Noria. La hermosa joven estaba sujeta por varios eunucos y pedía clemencia mientras el Califa le contestaba con los peores insultos. Siguiendo las órdenes de su señor, el verdugo decapitó a la joven y recibió en premio las perlas que se desparramaron del magnífico collar de la concubina, con cuyo valor se compró una casa. Remata Ibn Hayyan este rosario de horrores contando que el califa utilizaba los leones que le habían regalado unos nobles africanos para castigar con más saña a los condenados a muerte, pero, según el cronista, al final de su vida prescindió de ellos, matándolos.
Según Ibn Idhari, Abderramán III redactó una especie de diario en el que hacía constar los días felices y placenteros marcando el día, mes y año. Pero en su larga vida tan sólo quedaron reflejados en ese diario catorce días felices.
Predecesor
Abd Alláh |
Emir de Córdoba
912-929 |
Sucesor
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Predecesor
- |
Califa de Córdoba
929-961 |
Sucesor
Alhakén II |
Referencias
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Principales editores del artículo
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