El Espartero (Ojén)
Ahora nos llama la atención la cantidad de horas que están abiertos los establecimientos de los chinos y la perseverancia del día a día, los siete de la semana de todas las semanas, pero los que hemos vivido la niñez hace muchas décadas hemos sido testigos de cómo nuestros tenderos y taberneros trabajaban sin descanso ni horario, sin hacer distinción entre laborables, festivos y fiestas de guardar. Pero nuestros pueblos se han modernizado tanto que ya es bastante raro donde no circule un folleto de Costa Cruceros, cartelería de las playas de Punta Cana, Cancún, Puerto Vallarta o la Polinesia, imágenes de la Torre Eiffel, Machu Picchu, el Parthenon, y otras incitaciones a explorar el mundo exótico más allá de nuestras fronteras.
A pesar de ello, aún hay rasgos que perduran hoy en las costumbres de sus habitantes con la misma raigambre y solidez de las encinas, las cepas tintas o blancas y los olivos y acebuches. En los pueblos, la gente no sólo madruga, sino que se hace notar. Posiblemente derivado de la costumbre de no omitir el saludo a nadie, pase cerca o lejos, antes del amanecer y al tiempo de los cantos de los gallos, la gente se da voces unos a otros haciendo partícipes a todos de su madrugón y sin importar si interrumpen o no el descanso de quienes duermen. Antes de salir hacia sus puestos de trabajo, la costumbre es reunirse en el bar y tomar café y copa –anís o coñac- y algunos hasta repiten para matar el gusanillo.
Hacía calor, la ventana de par en par no era suficiente, y las voces en forma de saludos y despedida de los paisanos no permitían conciliar de nuevo el sueño. Me levanté sigiloso y el vocerío me orientó hacia el bar El Espartero, donde un riquísimo café me dio la tonalidad de la media mañana. Me sentí en medio de un cruce de conversaciones indescifrables o me faltaban las claves para interpretarlas, el fuerte olor a copas me expulsó del local en cuanto había apurado el café en busca de la brisa de la mañana.
“¿Quieres café?” -me preguntaron al llegar a casa de los amigos- no gracias, lo he tomado en El Espartero, por cierto, riquísimo y por sólo 60 céntimos. “¡Ah, ya! Te refieres al bar de Perico”. Imagino que Perico no pierde vendiendo a ese precio y hago cábalas de lo mucho que ganan quienes venden al doble; lo de los nombres es otra característica muy singular de los pueblos: calles y establecimientos se rotulan con un nombre, pero se conoce por otro. Por cierto, el Perico abre a las seis de la mañana hasta la madrugada: cobra barato, pero vende mucho, ¿estrategia comercial?
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